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Este tremendo mármol (ojo, PDF de 287 páginas), acompañado por este otro ladrillazo (ídem, PDF de 36 páginas) constituyen el reciente Tratado de Lisboa, esa constitución europea prêt-à-porter, esa carta magna de andar por casa que toma el nombre de la ciudad de la firma, como ocurrió antes con otras villas ciudades europeas de equiparable encanto turístico. Por cierto, no debe confundirse con la ‘Agenda de Lisboa’, que era otra cosa igualmente grandilocuente de la que ya pocos se acuerdan.
El Tratado es una pieza de ineludible lectura para los aficionados a la epigrafía, esa ciencia cuyo objeto es conocer e interpretar las inscripciones y los jeroglíficos. Así, a modo de ejemplo, tomemos al azar un inciso cualquiera, como el número 22, que reza, en un ejercicio de cristalina prosa comunitaria, de sencilla y garcilasiana redacción, lo siguiente:
“El título IV pasa a tener el encabezamiento del título VII, modificado de modo que diga "Disposiciones sobre las cooperaciones reforzadas", y los artículos 27 A a 27 E, los artículos 40 a 40 B y los artículos 43 a 45 se sustituyen por el artículo 10 siguiente, el cual sustituye también a los artículos 11 y 11 A del Tratado constitutivo de la Comunidad Europea. Estos mismos artículos son sustituidos igualmente por los artículos 280 A a 280 I del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, como se indica en el punto 278 infra del artículo 2 del presente Tratado.”
Está claro, ¿no? En su columna de esta semana, Timothy Garton Ash, tras negar cualquier parecido del texto con la noble y concisa Constitución de Estados Unidos, señala con ironía británica que el texto lisboeta “se parece mucho más al manual de instrucciones de una carretilla elevadora”.
Lo peor es que toda la redacción es así: no se trata de una norma de nueva planta, sino que se limita a hacer cortapega con los tratados que le preceden. Esto, como es evidente, facilita enormemente la lectura para el ciudadano medio europeo que cuente con una amplia mesa donde abrir los volúmenes de los tratados ahora reformados de Roma, Mastrique, Niza y Ámsterdam, un lápiz, unas tijeras, mucho tiempo libre, un par de posgrados en derecho comunitario y un inmarchitable espíritu europeísta.
Aún contando con todo eso, ¿se atreverá alguien a leerlo completo sin la previa ingesta de sustancias prohibidas?
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