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El Parlamento español no tiene nada que envidiar a un estudio de Hollywood en cuanto a las grandes producciones se refiere, cinematográficas en el primer caso y legislativas en el segundo. Ambos lanzan productos de escasa calidad pero con gran aparato y empaque, con enorme despliegue promocional, que son consumidos ávida y rápidamente por las masas en las primeras semanas, y luego caen merecidamente en el olvido.
Hoy nos enteramos de la última superproducción del legislador patrio: el Senado ha aprobado una reforma de la ley de arrendamientos urbanos, ampliando los supuestos en los que no procede la prórroga obligatoria del contrato de alquiler de vivienda, de modo que el propietario pueda disponer de su casa si la necesita para sus hijos, sus padres o su pareja en caso de divorcio.
Mientras nos comemos las palomitas, conviene que recapitulemos un poco. El predominio de la vivienda en propiedad en nuestro país proviene de la ley de arrendamientos urbanos de 1964, que protegía paternalmente al inquilino al congelar la renta y en particular, al establecer una prórroga forzosa a su favor.
El infortunado propietario acababa casado toda su vida con un señor que le pagaba una miseria y al que no podía expulsar salvo en extrañísimos casos. No nos extrañe que el mercado de la vivienda en alquiler cayese por los suelos. ¿Qué propietario o inversor en sus cabales iba a poner su piso en alquiler y perderlo de vista durante décadas con una renta ultracongelada como una merluza del Gran Sol?
Llegados a 1985, el ministro de Hacienda Miguel Boyer sacó un rato de una tarde que le dejaba libre la expropiación de Rumasa para hacer una cosa muy juiciosa. Dictó un decreto suprimiendo la prórroga forzosa (para los contratos firmados a partir de entonces) y liberalizando los demás aspectos del arrendamiento, como la duración del contrato y la actualización de la renta.
La reforma, sin obrar milagros, funcionó razonablemente bien, puesto que los propietarios, libres ya de los grilletes que les ataban a sus inquilinos, se mostraron más proclives a poner sus inmuebles en alquiler. Pero en esas estábamos cuando en 1994 se aprobó la ahora vigente ley de arrendamientos, que con el paternal objetivo de dar estabilidad al inquilino estableció una duración mínima de 5 años para los contratos de alquiler de viviendas, a opción del inquilino.
Lo único que consiguió nuestro prolífico legislador fue distorsionar la oferta de alquileres al desterrar del mercado aquellos inmuebles cuyos dueños no desean periodos mínimos de alquiler tan largos. Y es que cinco años son muchos años. Nuestro legislador quiso ser el espadachín que socorre a la indefensa damisela e, ignorante de la ley de las consecuencias imprevistas, acabó convirtiéndose en algo parecido al Vengador Tóxico.
Ahora parece que la prórroga forzosa se suavizará un poco. Pero seguirá existiendo, y mientras eso siga así, pocos dueños se aventurarán a perder de vista su inmueble durante cinco años. Por no hablar de otros obstáculos como la lentitud de los juzgados y la falta de seguridad jurídica ante tanta hipertrofia normativa. Boyer, ¡vuelve!
Esta anotación fue publicada originalmente en El Ablogado, el blog sobre temas jurídico-inmobiliarios que mantengo en Pisos.com.
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