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Los escándalos económico-políticos que últimamente invaden las portadas tienen que ver casi siempre con el trasiego de dinero público a bolsillos privados a través de indecorosas componendas y corruptelas concebidas para sortear la legislación sobre contratación administrativa.
Salvando las distancias, la cosa recuerda bastante al mercado de bombillas fundidas que existía en la economía de la extinta URSS. ¿Quién podría tener interés en adquirir semejantes artículos? La explicación tiene bastante miga. No había prácticamente existencias de bombillas en las tiendas, ya que estaban prácticamente reservadas para las privilegiadas oficinas y fábricas estatales. Además, cada vez que se fundía una, éstas disponían de repuestos con bastante facilidad.
A algún atribulado funcionario soviético se le ocurrió el truco. Si necesitas una bombilla, no tienes más que comprar una fundida en algún mercadillo, subirte a una silla e intercambiarla por una nueva en funcionamiento. En la oficina quedaba colgando la bombilla fundida, que era rápidamente sustituida por el encargado de mantenimiento, quien a su vez se encargaba de colocar la vieja de nuevo en el mercado negro.
La historia es probablemente una leyenda urbana, pero nos da una idea de cómo la ausencia de controles sobre el gasto público genera ineficiencias también en el sector privado. La normativa sobre concursos públicos establece unos límites por debajo de los cuales el político puede otorgar discrecionalmente contratos y prebendas. Si algún proyecto supera esa cuantía, el concejal encargado de cocinar el guiso no tiene más que trocearlo en varias rodajas y servirlo al gusto del amiguete de turno, convenientemente salpimentado de apariencia de legalidad. A la postre, valga el juego de palabras, pierde el contribuyente, que tiene que pagar una cuenta inflada y mantener además todo el restaurante, bombillas incluidas.
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