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Tras leer esta historia me he alegrado sobremanera no ser abogado de PepsiCo. Resulta que al departamento jurídico de la multinacional se les pasó el plazo para contestar una demanda, con la consecuencia de que PepsiCo ha sido juzgada en rebeldía y ha sido condenada a pagar, ejem, más de mil millones de dólares. Y ahora, ¿cómo rayos le explicamos esto al cliente?, se preguntarán los letrados no sin cierto sofoco.
En nuestro país los abogados nos quejamos a menudo de la inflexibilidad de los plazos procesales, que pueden hacerte perder un pleito por un retraso de cinco minutos al presentar un escrito o comparecer en un juicio, aunque tengas toda la razón del mundo en cuanto al fondo del asunto. Esto, que parece muy razonable en aras de la seguridad jurídica, la celeridad de los procesos y la lógica necesidad de que existan límites temporales, se torna en escarnio si pensamos en la doble vara de medir que a este punto emplea el legislador.
Recordemos que los plazos no son solo para las partes: los tribunales también tienen plazos para contestar a las alegaciones, señalar vistas o para dictar resoluciones. Pues bien, la temible severidad del Yahvé del Antiguo Testamento con la que el legislador trata a las partes se torna en piadosos pellizquitos de monja cuando se trata de reconvenir a los jueces por sus retrasos, en forma de sanciones disciplinarias tan suaves como la piel del melocotón temprano, y solo en casos realmente patológicos.
Ya pueden las partes y sus letrados sudar para presentar sus escritos en tiempo o para llegar a la hora al juicio. Cuando llega la hora de dictar sentencia, el tiempo se detiene y corren las semanas, en incluso los meses, sin que pase rien de rien. A lo sumo, algunos jueces tienen el detalle de musitar una trivial disculpa en la sentencia, manifestando que “este tribunal no ha cumplido el plazo procesal para dictar sentencia debido a su sobrecarga de trabajo”. La mayoría, ni eso.
No hay ningún tribunal en España que cumpla los plazos establecidos en la ley. Ninguno. Y si alguno hay, desde aquí le envío mi disculpa y mi sincera felicitación, pues es cosa de mucho mérito teniendo en cuenta la precariedad de medios, la demencia tecnológica y la estulticia organizativa que padece nuestra justicia.
Lo más divertido es que en cada telediario nos enteramos de una nueva reforma legislativa que acelerará los desahucios, los divorcios, los juicios penales, o cualquier otro proceso, mediante el gatopardesco método de recortar otro poco unos plazos procesales … que de todas formas seguirán incumpliéndose. ¿No sería más realista suprimirlos sin más? Así, por ejemplo, podría establecerse que el juez dispondrá, para dictar sentencia, del “tiempo que le venga en gana”, o de “quince años, prorrogables por los que haga falta a discreción del tribunal, con el único límite del día del Armagedón”, o de “diez días, bajo sanción de un padrenuestro por cada día de retraso y dos avemarías por cada mes”.
El amigo lector sabrá disculpar tantas comparaciones bíblicas, pero es que los retrasos que acumula la justicia española tras décadas de incuria presupuestaria y abandono político son, precisamente, de esas proporciones.
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